viernes, 26 de julio de 2013

Abuelo Carlos


Sabía hacer de todo. Cultivar hortalizas, frutas, criar pajaritos y darle bofe a varios gatos errantes. Construía (casi) todo lo que necesitaba. Le gustaba recitarme fábulas de memoria.



Mi abuelo nació una primavera de 1912 en Villa del Valle de Tulumba, un pequeño pueblito del norte de Córdoba. Quedó huérfano muy chico. Con una tía recorrió los 150 km que lo separaban de Córdoba Capital y después se vino para siempre a Rosario.

Tuvo varios trabajos. Junto a mi abuela fueron porteros de varias escuelas.  En la Juana Manso, de Mitre al 2300, vivieron.

Tuvo cuatro hijos, once nietos y seis bisnietos, aunque sólo llego a conocer a dos.

Vivió el auge del General en el ’45 y nunca dejó de ser peronista. Votaba siempre “al partido”, sin importar qué apellido figurara en la boleta.

Escuchaba radio El Mundo, pero nunca, en los 15 años que coincidimos en este mundo, lo vi frente a un televisor. Leía La Capital, que le llegaba religiosamente todas las mañanas a su casa, y, se permitía ser cholulo, la revista Gente.

Tenía una biblioteca que me atrajo desde muy chico. A la hora de la siesta, que se cumplía a rajatabla, aprovechaba el sueño de mis abuelos para hurgar entre libros, revistas y diarios viejos. Recuerdo con detalle una edición de lujo del diario La Razón por su aniversario, la reproducción de un facsimil de la edición del hundimiento del Titanic, mi fascinación del periodista que ya era.

Un verano de calor insoportable del ’99 nos dejó.

Me corrijo, no nos dejó, eso sería imposible. Aunque la inevitable erosión del tiempo me juegue de vez en cuando una mala pasada. Yo sé que está acá. Y espero que pueda ver cada paso que fui dando persiguiendo ese sueño que él seguramente ya vislumbraba cuando me hacía escribir sus "dictados".

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